Los niños de nadie

Humberto Padgett León / Texto y fotos

TAPACHULA, Chiapas.

Un niño que no ha alcanzado los dos años duerme exhausto sobre un cartón mientras su madre vende “frescos”, como en su país, Honduras, le llaman a las bebidas embotelladas.

Su padre, un hombre de ojos alertas y tatuajes hechos con tinta china bajo el cuello, rehúye la cámara.

“A mí me matan. Allá han pasado cosas muy difíciles”, dice y señala a sus otros dos hijos, uno de ellos vestido con una playera del Cruz Azul y el otro con los dientes carcomidos por las caries hasta las encías.

Estos niños pertenecen a una de las cientos, miles de familias que se agolpan afuera de este pedazo de Babel en que se ha convertido la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, dependencia de la Secretaría de Gobernación, a la espera de una ficha para solicitar asilo político.

 

 

Los recientes cambios legales sobre el manejo que deben observar los gobiernos de los niños migrantes han creado la falsa esperanza de que los menores y quienes los acompañan no son sujetos de detención. Lo cierto es que adultos y niños sí pueden ser retenidos y eventualmente deportados del país.

Los números muestran el grado de presión que ha logrado ejercer Washington sobre México en el tema migratorio: de acuerdo con el gobierno mexicano, en diciembre de 2020, al inicio de la presente administración, 6 mil 172 adultos fueron detenidos por el Instituto Nacional de Migración y 1 mil 525 niños fueron presentados ante el Sistema Nacional del DIF; en marzo de 2021, la cifra se disparó a 17 mil 445 mayores y 3 mil 139 menores retenidos.

Pero el éxodo no mengua y los riesgos parecen menos de este lado del Suchiate.

 

 

Los tres hermanos hondureños han sido arrastrados por los 834 kilómetros más violentos del planeta, desde Tegucigalpa a través de El Salvador, Guatemala y un pedacito de México hasta Tapachula.

Los niños se han convertido en un salvoconducto utilizado con mayor o menor buena fe por parte de sus familiares o extraños para evitar ser detenidos en su tránsito hacia Estados Unidos.

En estos días ha arreciado la marea de hondureños, que principalmente huyen de la violencia, aunque sus relatos resulten idénticos a los que a diario se cuentan en Guanajuato o Michoacán.

O haitianos y africanos que llegan perseguidos por el hambre, aunque su queja ocurre en Chiapas, otro de los lugares más pobres del continente.

O de un régimen dictatorial que los asfixia por hablar.

“Tenemos 60 años con el mismo presidente, Fidel Castro, aunque luego tuviera por nombre el de su hermano Raúl, o ahora el de Miguel Díaz-Canel”, enuncia con sus tres muchachos y su esposo rodeándola. “Allá te persiguen por hablar, por pensar en cambiar tu gobierno. Al menos, nosotros pudimos salir completos”.

Niños enjaulados al norte. Niños bajo las balas del sur. Niños a su suerte en México.

Esta es una de las sedes del DIF convertidas, ante la presente emergencia, en refugio de menores. Ella es Irma, una muchachita de 16 años que en apariencia lo ha logrado, aunque, en realidad, apenas esté empezando.

 

 

Apenas se le pregunta, recoge del piso un fólder de donde extrae un documento oficial de seguridad con su nombre y sellos del gobierno mexicano que dan fe de que, en efecto, es una niña con la muerte pisándole los talones.

Tras conseguir su reconocimiento como refugiada, pone la mirada en Saltillo, Coahuila, a 1 mil 984 kilómetros de donde ha recibido un plato de arroz, un poco de carne y muchas, muchas galletas de animalitos.

—¿Quién la quiere matar? —pregunto a la jovencita, vestida con ropa vieja, regalada. Adentro de las instalaciones, su hermano, de 17 años, espera la resolución de su caso.

—Vendo jugos en Tegucigalpa y me extorsionan —duda en seguir y mira a otro de sus hermanos, un muchacho que debe tener algunos días más que la mayoría de edad.

—Hace un año —dice él—entraron a mi casa para matar a mis primos. El menor andaba en algo, pero lo encontraron con sus dos hermanos y los asesinaron con las AK-47. Ahí estaba mi abuela, de 90 años. A ella la golpearon y nosotros, que estábamos ahí, por la hornilla, salimos corriendo para acá.

 

 

 

 

 
 

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